Por D. Salazar
Imagínate que te consigues conmigo en la calle. Estás en un sitio y me pides la cédula. Reconoces mi nombre por el internet y te da curiosidad. Tu curiosidad nace sólo de recordar mi nombre de algún lado. Te envalentonas y me preguntas sobre mí.
Te enteras que soy sólo una abogada. No digo más que eso.
Hay millones y millones de abogados en este mundo. Proliferan como puntitos oscuros sobre el mapa, indicando “aquí hay un abogado”. Quiero decir que es una profesión sumamente común, nada que llame la atención. No es “astrólogo” ni “ingeniero en diamantes”.
Sin embargo, conoces el nombre de esa persona común y has leído alguno de sus artículos, en los que menciona temas que no tienen nada que ver con el derecho.
Esto, piensas, podría restarme credibilidad como articulista, ya que estoy aseverando cosas sin un título que me califique para ello; es decir, estoy hablando, técnicamente, sin saber. No soy ninguna experta, en la escuela de derecho no enseñan sobre proyecciones junguianas, desviaciones conductuales, análisis de la personalidad ni redacción periodística.
Sin embargo, si me estoy tomando el tiempo de escribir estos artículos es porque algo en ellos se me hace interesante y digno de compartir. O eso, o soy una mente brillante y demente que asocia conceptos con recuerdos, escribe lo que resulte de la combinación y los publica en espera de que alguien diga “¡oh! ¡Es una genio!”.
La segunda, aunque técnicamente posible, es improbable (…).
Por mi tono de escritura y los términos que utilizo, te parece que estoy convencida, es decir, que considero cierto todo lo que digo.
Una de dos, o sé de lo que hablo, o no sé de lo que hablo.
Al final, decides que seguirás leyendo mis artículos, porque son muy buenos e interesantes, y estarás pendiente por si, al final, hay algo que no te cuadre. Mi cuento también debería ser verdad, ¿no?
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