- Mamá, tengo hambre… Pero no es hambre, sólo, tú sabes, hambre.
La mamá de Caicara entiende, perfectamente, aunque no sabría
explicarle a alguna amiga lo que su hija quiere decir con esa inflexión distinta que sostiene el verdadero
sentido de esa hambre que tiene.
Acabo de devorar en dos horas el libro Ni tan Chéveres, ni tan Iguales, de la escritora Venezolana Gisela Kozak Rovero, gracias a un
afortunado infortunio vial. Ante mi humilde criterio, ese libro es un buen
análisis socio-lingüístico (uy, qué palabrota) de la sociedad venezolana, con
la salvedad de que los Caraqueños (y me disculpan la generalización) suelen
caracterizar al resto de los venezolanos según su propia idiosincrasia. Quiero
decir, no todo el país puede entenderse bajo la lupa capitalina, aunque ello no le resta mucha verdad a todo lo que la autora asevera.
Pero éste no es un artículo sobre un buen libro –aunque sí,
que sirva de recomendación-, sino sobre la inflexión en el hambre de Caicara.
En este rincón del mundo tenemos una particularidad: todo lo
que somos proviene de retazos y pedazos encontrados en un barco hundido, a cuyos
tripulantes desconocemos salvo por leyendas construidas sobre leyendas acuñadas
por recuerdos orales de leyendas aún más difusas. Nuestros basamentos
socio-culturales provienen del sueño de un sueño, y eso me parece maravilloso.
Pongo un ejemplo: hablamos español –¡Castizo!, grita mi
abuela desde su descanso eterno. El Español no se inventó aquí, los académicos de la lengua no
han permitido que sea modificado aquí, y ni siquiera es el idioma exclusivo que
hablaron nuestros primeros pobladores, porque de exclusivo en la colonia no
había nada. El idioma nos quedó gracias a un mandato legal justificado por la
necesidad de demostración de poder sobre un territorio, pero aquí había –y hay,
si queremos ser sinceros- docenas de lenguas indígenas, docenas de lenguas
africanas y por lo menos seis lenguas europeas. Tomando en cuenta que la colonización
finalizó –de facto- con la
nacionalización del petróleo –quien no me crea, dese una vuelta por la
arquitectura del boom petrolero en la costa oriental del Lago de Maracaibo- es
desde hace muy poco que nos dejaron quietos para pensar en las palabras que
utilizamos diariamente, derivadas, dicho sea de paso, de esa gran mezcolanza previa.
Pongo un segundo ejemplo: los africanos traídos a la fuerza
por los colonizadores eran cuidadosamente repartidos en distintos barcos y
entre distintos dueños, de manera que la cohesión tribal se perdiera en el
viaje. El dueño del galeón pensaba “ni de broma los junto, porque se me alzan”.
Al llegar a tierra, no había más de dos africanos de la misma tribu en el mismo
sector, es decir que, con su libertad también se les fue al mar su ley,
su idioma, su rango y puesto social, sus dioses protectores y su estructura
general de la vida. Lo que quedó en este lado del mundo fue una serie de
individuos desorganizados añorando un pasado, buscando un pasado, mirando hacia
atrás, con la mirada hacia el océano infinito.
El resultado de esta situación, escuetamente ejemplificada,
es que nuestros pilares están cundidos de comején. Constantemente intentamos
construir sobre ellos, pero sólo tenemos éxito cuando reparamos el pilar
fundamental.
Para retornar al inicio, la palabra hambre –para hacer el
cuento largo, corto- viene de un latín digerido a lo largo de los siglos por
los pueblos originarios de Europa. Y un Europeo haría un intento muy distinto
de explicar esa inflexión de Caicara. Diría, quizá, como mi abuela Zuliana y,
por ende, heredera de la semántica andaluza, “mamá, tengo apetito”, porque afirmar “tengo hambre” suena a desnutrición,
hambruna, alerta de un pobre cuerpo que desfallecerá en breve si no se le
administran los primeros auxilios. En fin, la niña tiene ganas de comer algo
rico (de paso, rico es suntuoso, acomodado, acaudalado, aunque en este contexto signifique sabroso, divina coincidencia), pero su cuerpo está sano y, dado el caso, podría aguantar hasta la cena
sin mayores consecuencias.
Explicamos, como herederos de tesoros inconexos, nuestros
deseos y sentimientos utilizando un idioma que no nos pertenece, no son
palabras nuestras. Un músico que crea una canción es libre de cambiarle las
notas a su antojo y nadie va a decirle nada; al contrario, un músico que interpreta
una canción ajena ¡cuidado! -¡Pilas!- con una modificación porque, depende de
quién lo escuche, dirá que se equivocó o que le hizo un arreglo. Muy sutil y
subjetivo el asunto. No puede una sociedad utilizar cómodamente un idioma
ajeno. Tendemos a la mala ortografía, al uso incorrecto de las palabras (un
vigilante de tienda me pidió permiso para visualizar
mi bolso), a la inexacta colocación de los signos gramaticales (las casas
generalmente “se venden”, así, entre comillas; no sé qué se hará realmente con
la casa, debe ser un chiste interno). Tendemos también a los chistes de doble interpretación (pasó toda la tarde sembrando yuca) y a las inflexiones y muletillas
que, generalmente, tienen perfecto sentido dentro de un grupo social reducido
(va sié; ve qué molleja; sí, Luis; bicho, ¡Bicho!, biiiiicho; entre otras) pero
para otros es una razón de levantamiento de ceja y risa nerviosa.
Explicamos, reitero, como Caicara, lo que realmente queremos
con un tono y una cara más que con una palabra, utilizamos recursos de lo más
primitivos y a la vez sutiles que escapan a cualquier texto escrito, por más
habilidad que se tenga para la imitación del lenguaje coloquial, y eso me
parece maravilloso. Lo considero un ejemplo de riqueza cultural de incalculable
valor, porque pocas poblaciones pueden jactarse de una considerable diferencia
entre un “Desgraciado” en un restaurante y un “dejgraciao” en el tráfico, o de
poseer por lo menos cuatro acepciones distintas de la palabra “peo”.
En fin, como composición musical, nuestra jerga venezolana
es mucho más colorida que su progenitora europea, y tiene todo el derecho de
modificarse a su gusto.
Buena alegorías sobre nuestro idioma particular y envidiable
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