28 julio, 2016

Opinión N° 5: Cuestión de Entonación

-    Mamá, tengo hambre… Pero no es hambre, sólo, tú sabes, hambre.


La mamá de Caicara entiende, perfectamente, aunque no sabría explicarle a alguna amiga lo que su hija quiere decir con esa inflexión distinta que sostiene el verdadero sentido de esa hambre que tiene.


Acabo de devorar en dos horas el libro Ni tan Chéveres, ni tan Iguales, de la escritora Venezolana Gisela Kozak Rovero, gracias a un afortunado infortunio vial. Ante mi humilde criterio, ese libro es un buen análisis socio-lingüístico (uy, qué palabrota) de la sociedad venezolana, con la salvedad de que los Caraqueños (y me disculpan la generalización) suelen caracterizar al resto de los venezolanos según su propia idiosincrasia. Quiero decir, no todo el país puede entenderse bajo la lupa capitalina, aunque ello no le resta mucha verdad a todo lo que la autora asevera.


Pero éste no es un artículo sobre un buen libro –aunque sí, que sirva de recomendación-, sino sobre la inflexión en el hambre de Caicara.


En este rincón del mundo tenemos una particularidad: todo lo que somos proviene de retazos y pedazos encontrados en un barco hundido, a cuyos tripulantes desconocemos salvo por leyendas construidas sobre leyendas acuñadas por recuerdos orales de leyendas aún más difusas. Nuestros basamentos socio-culturales provienen del sueño de un sueño, y eso me parece maravilloso.


Pongo un ejemplo: hablamos español –¡Castizo!, grita mi abuela desde su descanso eterno. El Español no se inventó aquí, los académicos de la lengua no han permitido que sea modificado aquí, y ni siquiera es el idioma exclusivo que hablaron nuestros primeros pobladores, porque de exclusivo en la colonia no había nada. El idioma nos quedó gracias a un mandato legal justificado por la necesidad de demostración de poder sobre un territorio, pero aquí había –y hay, si queremos ser sinceros- docenas de lenguas indígenas, docenas de lenguas africanas y por lo menos seis lenguas europeas. Tomando en cuenta que la colonización finalizó –de facto- con la nacionalización del petróleo –quien no me crea, dese una vuelta por la arquitectura del boom petrolero en la costa oriental del Lago de Maracaibo- es desde hace muy poco que nos dejaron quietos para pensar en las palabras que utilizamos diariamente, derivadas, dicho sea de paso, de esa gran mezcolanza previa.


Pongo un segundo ejemplo: los africanos traídos a la fuerza por los colonizadores eran cuidadosamente repartidos en distintos barcos y entre distintos dueños, de manera que la cohesión tribal se perdiera en el viaje. El dueño del galeón pensaba “ni de broma los junto, porque se me alzan”. Al llegar a tierra, no había más de dos africanos de la misma tribu en el mismo sector, es decir que, con su libertad también se les fue al mar su ley, su idioma, su rango y puesto social, sus dioses protectores y su estructura general de la vida. Lo que quedó en este lado del mundo fue una serie de individuos desorganizados añorando un pasado, buscando un pasado, mirando hacia atrás, con la mirada hacia el océano infinito.


El resultado de esta situación, escuetamente ejemplificada, es que nuestros pilares están cundidos de comején. Constantemente intentamos construir sobre ellos, pero sólo tenemos éxito cuando reparamos el pilar fundamental.


Para retornar al inicio, la palabra hambre –para hacer el cuento largo, corto- viene de un latín digerido a lo largo de los siglos por los pueblos originarios de Europa. Y un Europeo haría un intento muy distinto de explicar esa inflexión de Caicara. Diría, quizá, como mi abuela Zuliana y, por ende, heredera de la semántica andaluza, “mamá, tengo apetito”, porque afirmar “tengo hambre” suena a desnutrición, hambruna, alerta de un pobre cuerpo que desfallecerá en breve si no se le administran los primeros auxilios. En fin, la niña tiene ganas de comer algo rico (de paso, rico es suntuoso, acomodado, acaudalado, aunque en este contexto signifique sabroso, divina coincidencia), pero su cuerpo está sano y, dado el caso, podría aguantar hasta la cena sin mayores consecuencias.


Explicamos, como herederos de tesoros inconexos, nuestros deseos y sentimientos utilizando un idioma que no nos pertenece, no son palabras nuestras. Un músico que crea una canción es libre de cambiarle las notas a su antojo y nadie va a decirle nada; al contrario, un músico que interpreta una canción ajena ¡cuidado! -¡Pilas!- con una modificación porque, depende de quién lo escuche, dirá que se equivocó o que le hizo un arreglo. Muy sutil y subjetivo el asunto. No puede una sociedad utilizar cómodamente un idioma ajeno. Tendemos a la mala ortografía, al uso incorrecto de las palabras (un vigilante de tienda me pidió permiso para visualizar mi bolso), a la inexacta colocación de los signos gramaticales (las casas generalmente “se venden”, así, entre comillas; no sé qué se hará realmente con la casa, debe ser un chiste interno). Tendemos también a los chistes de doble interpretación (pasó toda la tarde sembrando yuca) y a las inflexiones y muletillas que, generalmente, tienen perfecto sentido dentro de un grupo social reducido (va sié; ve qué molleja; sí, Luis; bicho, ¡Bicho!, biiiiicho; entre otras) pero para otros es una razón de levantamiento de ceja y risa nerviosa.


Explicamos, reitero, como Caicara, lo que realmente queremos con un tono y una cara más que con una palabra, utilizamos recursos de lo más primitivos y a la vez sutiles que escapan a cualquier texto escrito, por más habilidad que se tenga para la imitación del lenguaje coloquial, y eso me parece maravilloso. Lo considero un ejemplo de riqueza cultural de incalculable valor, porque pocas poblaciones pueden jactarse de una considerable diferencia entre un “Desgraciado” en un restaurante y un “dejgraciao” en el tráfico, o de poseer por lo menos cuatro acepciones distintas de la palabra “peo”.


En fin, como composición musical, nuestra jerga venezolana es mucho más colorida que su progenitora europea, y tiene todo el derecho de modificarse a su gusto.   


  

1 comentario: