29 octubre, 2017

La luna me está mirando, yo no sé lo que me ve.

Se nos va la vida señores.

Se nos va la vida y no entendemos por qué cae la lluvia, y por qué ladran los perros, y por qué tememos a la oscuridad.

Y entender esas cosas no hace que la vida no se nos vaya, pero logramos quitarle un gran mordisco antes de que termine de apagarse la luz.

En estos momentos cae una lluvia torrencial, se me moja el piso que limpié hoy, se empapa la ropa tendida recién lavada, se ensucia de barro la perra que bañé ayer. Y me siento tentada a pensar que es a propósito. Miro al cielo y cierro el puño y pregunto "¿qué hice yo, entonces? ¿qué me quieres decir?".


Claro... Nadie responde, porque nadie está tratando de decirme nada. Llovió y eso es todo. Llovió cuando no me lo esperaba y se perdió el trabajo que había hecho. Y no es culpa de nadie. Pero... a que a veces es difícil perdonar al cielo, aunque él no tenga la culpa...

Mejor tomarse un cafecito caliente, y ver las gotas caer de las sábanas limpias al piso, del techo a la grama; ver a la perra sonreir y menear la cola como un parabrisas sobre el barro, dejar que la tarde pase y la luz destiña y que hoy se convierta en ayer. No más preguntas existenciales para las que nadie tiene respuesta, no más temer a que se acabe el tiempo, porque el tiempo, señores, es la misma eternidad.

02 septiembre, 2016

Opinión Nº 9: El Ser y su Denominación

Todos tenemos situaciones/personas/cosas con las que se nos hace dificil lidiar. Para algunos serán los niños, para otros, los animales; para otros, incluso, pueden llegar a ser familiares problemáticos que, al aparecer, causan el repliegue del ánimo a las profundidades cavernosas del ser.

O sea, hacen que se nos enfríe el guarapo.

Para mí, esta situación la crean los sustantivos. No todos, por supuesto -¿se imaginan? tremendo caso psiquiátrico-, pero suficientes para que redactar una lista exhaustiva me tome algunos meses.

Antes de aclarar, un ejemplo: Una vez escuché a un amigo, dolido por equis conducta, llamar puta a una mujer. Confieso que sentí  muchas ganas de que dejara de ser mi amigo, pero comprendí a tiempo que el ego herido busca herir para no morir de pena. El caso es que puta es uno de esos sustantivos que me hace rechinar los dientes, no por algun resquemor feminista particular -creo en la igualdad, no en el predominio. Tampoco creo necesaria a estas alturas una igualación ficticia creada por leyes o movimientos sociales. Ya estamos todos de pie sobre el mismo pedestal- sino por las siguientes razones:
1. Puta es una denominación creada exclusivamente para herir. Cuando se llamó silla a la silla nadie quiso herir sus sentimientos.
2. Puta se refiere a una condición abstracta que puede incluir a todas y cualquier conducta femenina que hiera el ego masculino.
3. Puta no se refiere ya a aquella mujer que ejerce la profesón de la prostitución, de hecho, hay palabras màs respetables para referirse a ellas.
4. El apelativo puta golpea directamente en la intimidad del alma con el duro látigo del juicio, por demás precipitado e injusto, de recordarle a una sus momentos de mayor intimidad, sobre lo cuales nadie tiene por qué andar opinando. No importa que no sea a mí a quien se refieran así, supongo que puede llamarse solidaridad de género, pero para mi es solidaridad de raza.

Bien, ese es un ejemplo de sustantivo que me hiela. Recuerdo de mis clases de religión en el colegio que dios dio a Eva la potestad de nombrar a los seres que habitaban el Edén. En algún momento de la Historia hemos relegado esa potestad a instituciones y ya no a personas. Hemos permitido que el sustantivo marque un estatus social, las palabras cargan estigmas que, a veces, pesan durante generaciones y se convierten en pequeños gérmenes de rebeldía y revolución infantil; pueden buscar a todas aquellas mujeres que dicen ser "nietas de las brujas a las que no pudieron quemar". ¿Alguien más escucha la carga de odio en esa frase?

La brujería es una forma despectiva de llamar a las prácticas nacidas del conocimiento de la naturaleza y sus interacciones, o sea, lo que antes hacían  los shamanes, las curanderas, los sacerdotes y sacerdotizas de grandes templos. Llamar bruja/brujo a alguien es estigmatizarlo a la representación de cierto papel social que lleva consigo una cierta lejanía despectiva. Lo que quiero decir es que a las comadres no les gustaría verte charlando con el brujo del pueblo en el mercado. Generalmente nadie se acerca a la bruja Rufina fuera de las salas de consulta. De paso, nadie admite abiertamente recurrir a brujos/brujas para curarse de ciertos males espirituales. Pero, ¡a que todos lo hemos hecho!



Ahora que lo pienso, quizá no es el sustantivo, sino la sociedad lo que me hace rechinar los dientes.

Están también los sustantivos que se refieren a cargos: a la mayoría de las personas se les caen los pantalones cuando son nombrados jefes de algo. Salen, celebran con una botella que su nuevo sueldo pagará en su momento -mentira-, invitan a sus familiares, todos brindan con sonrisas en la cara, lo felicitan, lo llaman ¡jefe!, y resulta que el sustantivo jefe, en este caso en particular, se refiere a tener a dos o tres personas por debajo, veintisiete por arriba, no tener derecho de tomar sus propias decisiones con respecto al trabajo sobre el cual, se supone, ejerce la jefatura, y de paso incluye, a parte del trabajo que ya tenía antes, el trabajo de estar pendiente del trabajo de los demás, y el trabajo de rendir cuentas al de arriba sobre el trabajo de los demás y el propio. A final de cuentas resulta que el jefe llega a su casa más cansado que antes.

Pequeñas víboras engañosas, aquellas que nombran a las cosas por lo que no son sino por lo que quieren que parezcan.

Y ¿qué se hace? Si hay médicos allá afuera que lo que hacen convertir a la enfermedad en su negocio, hay abogados que, en lugar de defender -abogar por- acusan para exclusivo provecho propio, hay maestros que nunca se preocuparon por aprender, hay esposos que no tienen nada que ver con sus esposas ni con sus casas ni con sus hijos, hay concubinos que se llaman esposos pero nunca quisieron amarrarse al anillo...

Mucha razón tenía aquel que dijo que esto de escribir es una enfermedad nerviosa.

Como pueden ver, soy amante de la claridad, y cualquier sustantivo con el que me apelen me lo tomo muy en serio, al punto de cavilar durante horas qué será lo que qiso decir esa persona cuando, cone sa expresión en el rostro, en vez de llamar pies a los apéndices que me sirven para caminar, los llamó patas, o cuando se habla de bicho en lugar de animal, o cuando se habla de muerto en lugar de fantasma, o cuando se dice "no tengo real" en lugar de "no tengo plata" o de "no tengo dinero". La diferencia entre real, plata, dinero y cobres radica en quiénes son tus padres, y en realmente cuánto dinero cargas en el bolsillo o en la cuenta bancaria.

¡Tantos detalles para analizar!

Las palabras no son tan simples, como pueden ver. Es por eso que los sustantivos me ponen en amargas situaciones, porque ¿cómo explicar a quien no sepa, a quien cargue la mente en blanco de tanta palabrería inutil, que dios es un sustantivo que se le puso, gracias al devenir histórico, a una serie de hechos inexplicables que nos recuerdan que somos unas viles creaturas en este vasto universo? O mejor, ¿cómo explicarle a un niño qué es un bachaquero, qué un escuálido y qué un chavista sin ensuciarle la cabeza con opiniones personales, rabias pasadas, resentimientos, o simples vacíos de conocimiento?

¿Cómo explicarle a una mente inocente dónde está parada sin estrujarle el corazón de puro susto?


13 agosto, 2016

Opinión N° 8: La Histeria y los Tabloides

Recaigo en las noticias como quien recae en las drogas. Son veneno que sólo se busca para que patee la lengua -el cerebro, el cuerpo entero- un rato y nos saque de un letargo ensordecedor.

Muy poético ¿no?

Si debo ser sincera, conmigo misma y con quien pueda leer esto allá afuera en el vasto mundo, debo reconocer que leo periódicos -digitales, claro- en busca del desastre, en busca de la semilla del caos que ha de explotar, según yo, a como de lugar.

¿Le sucede esto a alguien más? ¿O soy yo la única psicópata?

Me parece que leo noticias cuando estoy buscándole el talón a algún Aquiles en particular; cuando, con ánimos de destrucción, miro lo que me rodea, y no encuentro puntos débiles. Cualquier tabloide me va a dar la respuesta temporal que busco, uno que diga que el General Nosequién se pronunció en descontento, o que consiguieron al Diputado Cualquiercosa recibiendo dádivas bajo cuerda. Semillas de destrucción que, seamos de nuevo muy sinceros, no van a destruir nada -salvo nuestros nervios colectivos.

No vengan a decirme que, cuando están de mal humor, buscan leer el periódico para alegrarse.



En serio ¿alguien concuerda conmigo? ¿O tengo que culpar a las hormonas de unos desvaríos que saben a verdad pura?

En mi humilde opinión, el mundo es lo mismo que cuando comenzó, los hombres y mujeres somos los mismos, tenemos los mismos tumbaos, nos carcomen los mismos miedos, sólo que ahora somos más, muchísimos más, y el resuello mutuo nos causa un poco de histeria. Es decir, no hay noticia que no haya sido cuento viejo antes de nacer.

En momentos como hoy, cuando hay ganas de romper cosas, mejor salir al aire libre, poner unos cuantos metros cuadrados entre tú y todo lo demás. Mejor buscar la manera de respirar tranquilos el aire limpio -donde se pueda.

10 agosto, 2016

Opinión N° 7: El Miedo y Yo

Tuve una larga conversación, hace unos meses, con uno de mis hermanos. Está a punto de comenzar la universidad. Su rostro y sus gestos trajeron a mi memoria mi propia emocionada y ciega personita cuando, a los diecinueve años, me fui de la casa para conocer otros horizontes.

El punto culminante de la conversación entre mi hermano y yo fue una semilla de idea que quise plantar en su cerebro, y ojalá lo haya logrado. Le dije: tienes dos opciones, tienes fe en dios o tienes fe en ti mismo, pero debes tener fe en algo.

No sé a ciencia cierta si esa semilla germinó. Mi intención no era alejarlo del ateísmo ni convertirlo en un devoto espectador de milagros, sólo quería que aprendiera lo que es la fe. Hoy, meses después, me doy cuenta que tuve dos razones reales para hacerlo. La primera es la certeza de que, a lo largo de su vida, caerán noches lúgubres sobre su razonamiento, y no podrá ver luz al final del túnel –a todos nos pasa, ¿cierto? De lo contrario, no existirían los templos ni los sacerdotes ni los gurús ni los derviches ni la meditación. La segunda, más inconsciente, es que yo misma necesitaba conversar sobre la fe. No podía preguntarle a mi hermano ¿a quién le rezas tú?, porque me respondería que no cree en dios, y yo no sabría explicarle que eso no tiene nada que ver. No puedo preguntarle a mi madre a quién le reza, porque ella es Católica y yo llevo años trabajando en una profunda limpieza iconográfica mental, es decir, yo forjo mis propios ídolos. Algo me dice que, si le preguntara, su respuesta se parecería mucho a la mía.  

La fe tiene la propiedad de funcionar como una vela. 

Anoche sucedió algo muy particular. En la ciudad/pueblo donde vivo con mi pareja, mis muchos gatos, y mi bebé por nacer, hubo una ola de saqueos. Comenzó a las once de la noche del día anterior, se escuchaba revuelo mas no desorden. 

Luego, durante el día, pude observar algunas turbas corriendo hacia camiones cargados de huevos o de pollo, la policía y la guardia nacional rondaban las calles tratando de dispersar a los grupos violentos, seguí de cerca las noticias sobre galpones y panaderías asoladas por grandes grupos de gente, ya no personas sino masas ¿enardecidas? ¿enaltecidas? ¿azuzadas? ¿organizadas? Creo que no lo sabré jamás.

El hecho es que el día pasó lento y tenso por la ventana. Cada quien se había encerrado en su casa antes del anochecer. No se escuchó nada más en las noticias. A eso de las diez, mientras me preparaba una avena, tuve que bajar el volumen de la música porque escuchaba ruidos inconexos desde afuera. Voces, gritos, disparos bajando por las calles como un río. A pesar de haber estado entre paredes, con las puertas bajo llave, con las ventanas cerradas, las luces exteriores apagadas; a pesar de haber estado en un “sitio seguro” sentí un miedo nuevo, recién sacado del paquete.

Durante mis años de universidad participé en distintos eventos políticos, más por curiosidad que por afinidad, debo admitir –aún hoy no siento afinidad por ningún bando político, así como no la siento por ningún grupo religioso. Más de una vez estuve expuesta a un peligro más o menos controlado, compuesto por gas lacrimógeno, perdigones, gente desaforada en las calles, todo coronado por una falta de sentido de auto preservación. Descubrí que cuando los padres le dicen a uno “cuídate”, realmente lo piden, casi que lo imploran, porque saben que uno no está muy claro en lo que eso significa.

Anoche, sentada en una improvisada butaca dentro de mi cocina, esperando que cesaran los tiros, aprendí una o dos cosas sobre la auto preservación que mis años de correrías callejeras no pudieron nunca enseñarme: uno no teme por sí, sino por lo que ama. La fe, esa velita, no está, sino que se enciende cuando hace falta. La fe en mi misma, en ese momento, no iba a salvar ni a mi pareja ni a mi bebé en caso de que alguien quisiera, por el motivo que fuese, hacernos daño.

Tras mucho hablar, mucho moverme, mucho comer avena –sin azúcar- compulsivamente hasta que, una hora y pico después, cesaron los gritos, entendí por qué la primera lección que mi madre decidió darme fue el rezo. A la hora de la chiquita, como diría ella misma, es lo único que se puede hacer: rezar para que no pase nada malo.

Mi hermano no vive aquí, él no sabe lo que es ni un atraco ni un saqueo; él va a la universidad en un país con otros bemoles –todos los tienen. Sólo quisiera que, a la hora de la chiquita, elija siempre auto preservación y nunca el pánico.

¿A quién le rezo yo? Eso no es problema de nadie.

¿A quién le rezas tú? Es una pregunta irrelevante.


Anoche aprendí a encender velas por alguien distinto a mí. Me quedan algunos meses para terminar de comprender lo que eso significa. Por ahora entiendo que no es cobardía, como lo llamaba antes, sino sensatez.     

Otra cosa que descubrí anoche, y quizá no sea la última, es que, si no hubiese sentido miedo, hubiese salido a la calle a ver más de cerca. 

No sé qué extraer de eso.

02 agosto, 2016

El Apagón

Tengo muchos buenos recuerdos de los apagones durante mi niñez. Me fascinaban, primero, porque no es todos los días que te ves obligada a vivir a la antigua, sin luz, sin televisor, sin música -salvo que te de por cantar; segundo, porque luego del fuerte ruido que señalaba la explosión de un viejo transformador callejero, indefectiblemente la totalidad de la familia se reuniría en la sala con un par de velas y la veintiúnica linterna tamaño jumbo que había en la casa. Estas reuniones sólo se daban al montar la Navidad, hacer las hallacas y durante los apagones.

La tercera y mejor razón por la que me fascinaban -y aún me fascinan- los apagones es la siguiente: durante un tiempo indeterminado, la vista descansaría de sus múltiples obligaciones y sólo se ejercitaría el oído o la lengua.



Al comenzar el apagón, justo después de la explosión, nos sentaríamos mi mamá, mi abuela y mi tía en la sala de la casa; mi tía y yo en la alfombra. Generalmente ella traería un juego de ludo, dispondría el tablero en el suelo, y se pondría a jugar conmigo hasta que volviera la luz, o alguna de las dos ganara. Mamá estaría sentada en la mecedora, pensando en su musaraña preferida, y mi abuela en su sillón blanco desde donde su mirada podía gobernar tanto el patio como la terraza como la puerta que daba al garaje.

Algunos minutos pasarían en silencio, hasta que mi abuela emitiera el primer suspiro de hastío. Luego comenzaría una conversación sobre algún tema sin importancia, el calor, los quehaceres del día siguiente, cualquier cosa. De la cotidianeidad se pasaría al chismorreo, y de ahí se saltaría al pasado.

Aquí se ponía buena la cosa, y yo con mis cortos años comenzaba a parar la oreja.

Las conversaciones como esta tenían dos vertientes: bien podían decantarse por el lado familiar, se hablaba de primos, tíos, abuelos que para mí eran como criaturas de leyenda que hicieron grandes cosas, o vivieron dulces vidas y ahora conforman una especie de concejo familiar en el cielo, dedicado a velar por nuestra protección; o bien, podían decantarse por los cuentos de aparecidos, mis favoritos de todos los tiempos. Si el apagón era muy largo, generalmente se cubrían ambos temas, uniéndose en vértices impensados.

Por ejemplo, en cierta ocasión, estando en medio de una partida de cartas, comencé a prestar atención a la conversación de las adultas al escuchar la palabra entierro.

"El cuento lo echo yo porque tú no te lo sabes" había dicho mi abuela a mi tía. "Eso pasó antes que vos nacieras, en casa de mi abuelita, imaginate. Era una cuadra grande por la calle Comercio. La casa de mi abuelita era toda la cuadra. Ahí vivía ella con el hijo, después él se casó y se llevó a la esposa a vivir para allá. Hermano de mi mamá, por cierto. Pero como que en la casa no la querían...

"Mi abuelita dormía en el comedor, porque en el cuarto della hacía mucho calor. Ella se guindaba su chinchorro y se acostaba, y nos contaba que un día empezó a ver una luz roja que entraba desde la calle Comercio, pasaba por la sala y se iba al pasillo.

"Bueno, eso empezó a ser todas las noches". A todas estas, mi mamá, mi tía y yo en sepulcral silencio. "Pasaba la luz y se iba al pasillo. La casa vieja tenía un pasillo laaaargo que cruzaba después de los cuartos de la gente y luego seguía hasta terminar en un baño, el único baño de la casa, pues. Cuenta mi abuelita que ella le avisó a la esposa del hijo, pero no le creyó. La trató de vieja loca y demás..." Aquí hacía una pausa para resaltar la tontería de la mujer. "Bueno. Total que mi abuelita siguió viendo la luz, siempre entraba como a media noche, aunque lloviera. Una vez la siguió y la vio pasar de largo por los cuartos y desaparecer en la esquina. No quiso seguir más lejos.

"Y así siguió hasta que una noche, después de ver la luz roja que se iba al pasillo de la casa, se quedó dormida. La despertó un grito: ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAA!!!" gritó mi abuela. "Ella se paró con aquel susto. Fue hasta el pasillo y caminó hasta el baño.Ahí estaba el tío mío, el hijo de ella pues, agarrando a la esposa que estaba hecha una furia, tirada en el piso, toda desgreñada gritando ¡¡¡AAAAAAAAAAA!!!

"Después, cuando se calmó la muchacha, que pudo hablar bien, contó que había visto a un aparecido en el baño. Que era un hombre alto, eso es todo lo que podía decir. Ahora, el tío mío llamó al otro hermano y a un primo para que fueran a dormir a la casa esa noche. La muchacha se fue a que su mamá, de la impresión que le había dado. Mi abuelita estaba en su chinchorro en la noche, y los muchachos acostados en el sofá y en el piso.

"A eso de las doce, recuerdo que estaba lloviendo, era agosto, aparece la luz roja por la puerta de la calle. Los muchachos se hacen los dormidos pero ninguno ha pegado el ojo. Mi abuelita lo está viendo todo desde el comedor. La luz pasa de largo y se va hasta el pasillo. Ahí se levantan los hombres, todos cargan palos en la mano. Siguen a la luz. Mi abuela va tras ellos, ve que pasan los cuartos y cruzan la esquina. Se oye la puerta del baño que se abre y después ¡RA! una luz roja que iluminó todo. Se fue disminuyendo hasta convertirse en un tizoncito nada más, y quedó en el piso del baño.

"El tío mío le pide a la abuela una pala. Ella les dice donde está y uno de los muchachos la traen. A la hora lograron abrir un hueco en el piso del baño, y lo que consiguieron ahí fue un entierro". Se hizo un silencio para el suspenso. "Sí, señor. Un entierro de una caja de madera con morocotas. A lo que el tío mío la vio lanzó una insolencia... Y el hueco se llenó de agua. No importa cuánto achicaron, no hubo manera de vaciarlo. Al final se cansaron, y se fueron a dormir. La abuelita mía, que era más valiente, aprovechó cuando los muchachos se fueron y metió la mano en el hueco, pero no sintió la caja. A la mañana siguiente, no había agua, el hueco estaba vacío, ni señas de las morocotas.

"Al final, no se vio más la luz roja. La esposa de mi tío volvió pero no duraron mucho. Como que se fue con otro, qué se yo."

Luego seguían los discursos moralistas, pero mi mente ya no estaba en la sala, sino en distantes galeones piratas que, sin duda, habían sido los antepasados que custodiaban el entierro que narraba mi abuela.

Este es uno de los muchos cuentos que hicieron mi infancia, casi todos aprendidos cuando la electricidad fallaba y la familia se reunía, casi todos aún grabados en mi memoria.

30 julio, 2016

Opinión N° 6: ¡A-zú-car!

Me pasó algo curioso hoy.

No que a nadie le importe, pero igual lo cuento, por si a alguien le suena interesante.

Una pista: No tiene nada que ver con Celia Cruz.



Sucedió que me encontraba en un terminal de autobuses del interior, a eso de las ocho de la mañana. Mi pareja (este ciudadano) y yo nos habíamos llevado un desayuno abundante y delicioso cuyas particularidades me ahorraré (porque si comienzo a escribir sobre comida me dará hambre y, pues... no quiero). Al terminar de comer, mis ojos buscaron instintivamente entre las chucherías del kiosko, buscando algo que apeteciera a mi paladar.

Primera nota importante: Hambre, lo que se llama hambre, no tenía. (ver el artículo de antier sobre algo parecido, pero no igual).

Finalmente mis ojos encontraron algo: Brownies. Y con punto de venta disponible. La gloria, pues, o algo muy parecido a ella.

Me acerqué como quien no quiere la cosa y pregunté "señora, ¿a cuánto los brownies?". Ella respondió, "550".

Rápido cálculo mental, seguido por recolección de memorias recientes sobre precios de cosas dulces, otro rápido cálculo mental. "Deme uno" concluí.

Segunda nota importante: Hace más o menos un mes que mi pareja y yo tomamos -robamos- las bolsitas de azúcar de cualquier panadería donde caigamos buscando café con leche porque se nos acabo el azúcar de la casa y, pues, no conseguimos (se agradece no juzgar). Eso quiere decir que, desde hace más o menos un mes, no bebo ni como nada que contenga azúcar refinada. Los precios de tortas, bizcochos, galletas, polvorosas, golfeados y afines, por el momento, son prohibitivos para mi bolsillo, así que nada, café con miel en mi casa, o café sin nada, punto, no se admiten quejas.

Pero hoy andaba de buen humor, y hace poco había cobrado algo, así que me dije, ¿por qué no?

Tercera nota importante: Estaba muy sabroso el brownie. No provocaba compartirlo -no lo hice.

Ahora paso a la fase curiosa de la experiencia.

Durante el resto del día no cesé de buscar dulce donde quiera que fuese. A pesar de haberme acostumbrado a tomar café sin azúcar en la calle para poder sustraer -robar- las bolsitas de azúcar, no pude evitar utilizar una para endulzar un café que no lo requería. No contenta con eso, la vista de un pan con chocolate que un amigo (este ciudadano) estaba comiendo, me hacía agua la boca, me ponía inquieta y lograba que mi vista -de nuevo y con menos dinero que esa mañana- buscara desesperada algo de ¡dulce-dulce-dulce, loqueseaaaaaaaaaaa!

En el siglo XIX hubiese parado en un sanatorio.

Cuarta nota importante: Hacía mucho tiempo que esto no me sucedía. Ni mi barriga ni mi boca buscaban comer dulce a como de lugar desde mucho antes que se acabara el azúcar en mi casa; podía pasar impávida junto a los chocolates con sobreprecio que antes acostumbraba a comer a diario. No sentía ni cosquillas.

Y no quiero implicar, querido lector, que aquel brownie mañanero tuviese alguna droga. En lo absoluto. Pero sí admito que estaba dulcísimo. De hecho, eso fue una de las razones que hicieron que lo devorara en menos de dos minutos (eso y que llamaban ¡Los Teques! ¡Los Teques! ¡Pasaje en mano! desde la puerta de embarque).

Hay un gran movimiento de información que busca crear conciencia en las personas acerca de disminuir el consumo de azúcares refinados en la dieta diaria. No voy a ahondar, no soy dietista, nutricionista ni nada parecido -y, francamente, no tengo moral tampoco. Leí un artículo interesante aquí, lo comparto para quien se sienta interesado en el asunto.

Hubo una época durante mi infancia en la cual tomaba dos refrescos de lata diarios. Luego vino otra marcada por desayunos de chocolate, nescafé y cigarrillos. Finalmente llegó una larga época de gastritis que marcó el cambio que mi pobre y golpeado metabolismo necesitaba.

Quinta y última nota importante: Del pasado reciente agradezco profundamente dos cosas. La primera es que aprendí a valorar algo tan simple como una arepa con mantequilla y queso rallado. La segunda es que aprendí a distinguir entre el hambre y las ganas de comer -no es bueno dejar que se junten, no lo hagan. Complacer ganas de comer vacías es el equivalente de comprarle un perrito nuevo a tu hijo cada vez que se le muere el anterior por falta de cuidados, no va a terminar bien.

El azúcar de esta mañana aún me tiene el cerebro picado, traté de matar las ansias con una guayaba, y más o menos ha funcionado.

La opinión, finalmente, que quiero expresar es la siguiente: Me alegro mucho de que falte todo aquello que no es necesario, así nos damos cuenta y lo dejamos de extrañar.

28 julio, 2016

Opinión N° 5: Cuestión de Entonación

-    Mamá, tengo hambre… Pero no es hambre, sólo, tú sabes, hambre.


La mamá de Caicara entiende, perfectamente, aunque no sabría explicarle a alguna amiga lo que su hija quiere decir con esa inflexión distinta que sostiene el verdadero sentido de esa hambre que tiene.


Acabo de devorar en dos horas el libro Ni tan Chéveres, ni tan Iguales, de la escritora Venezolana Gisela Kozak Rovero, gracias a un afortunado infortunio vial. Ante mi humilde criterio, ese libro es un buen análisis socio-lingüístico (uy, qué palabrota) de la sociedad venezolana, con la salvedad de que los Caraqueños (y me disculpan la generalización) suelen caracterizar al resto de los venezolanos según su propia idiosincrasia. Quiero decir, no todo el país puede entenderse bajo la lupa capitalina, aunque ello no le resta mucha verdad a todo lo que la autora asevera.


Pero éste no es un artículo sobre un buen libro –aunque sí, que sirva de recomendación-, sino sobre la inflexión en el hambre de Caicara.


En este rincón del mundo tenemos una particularidad: todo lo que somos proviene de retazos y pedazos encontrados en un barco hundido, a cuyos tripulantes desconocemos salvo por leyendas construidas sobre leyendas acuñadas por recuerdos orales de leyendas aún más difusas. Nuestros basamentos socio-culturales provienen del sueño de un sueño, y eso me parece maravilloso.


Pongo un ejemplo: hablamos español –¡Castizo!, grita mi abuela desde su descanso eterno. El Español no se inventó aquí, los académicos de la lengua no han permitido que sea modificado aquí, y ni siquiera es el idioma exclusivo que hablaron nuestros primeros pobladores, porque de exclusivo en la colonia no había nada. El idioma nos quedó gracias a un mandato legal justificado por la necesidad de demostración de poder sobre un territorio, pero aquí había –y hay, si queremos ser sinceros- docenas de lenguas indígenas, docenas de lenguas africanas y por lo menos seis lenguas europeas. Tomando en cuenta que la colonización finalizó –de facto- con la nacionalización del petróleo –quien no me crea, dese una vuelta por la arquitectura del boom petrolero en la costa oriental del Lago de Maracaibo- es desde hace muy poco que nos dejaron quietos para pensar en las palabras que utilizamos diariamente, derivadas, dicho sea de paso, de esa gran mezcolanza previa.


Pongo un segundo ejemplo: los africanos traídos a la fuerza por los colonizadores eran cuidadosamente repartidos en distintos barcos y entre distintos dueños, de manera que la cohesión tribal se perdiera en el viaje. El dueño del galeón pensaba “ni de broma los junto, porque se me alzan”. Al llegar a tierra, no había más de dos africanos de la misma tribu en el mismo sector, es decir que, con su libertad también se les fue al mar su ley, su idioma, su rango y puesto social, sus dioses protectores y su estructura general de la vida. Lo que quedó en este lado del mundo fue una serie de individuos desorganizados añorando un pasado, buscando un pasado, mirando hacia atrás, con la mirada hacia el océano infinito.


El resultado de esta situación, escuetamente ejemplificada, es que nuestros pilares están cundidos de comején. Constantemente intentamos construir sobre ellos, pero sólo tenemos éxito cuando reparamos el pilar fundamental.


Para retornar al inicio, la palabra hambre –para hacer el cuento largo, corto- viene de un latín digerido a lo largo de los siglos por los pueblos originarios de Europa. Y un Europeo haría un intento muy distinto de explicar esa inflexión de Caicara. Diría, quizá, como mi abuela Zuliana y, por ende, heredera de la semántica andaluza, “mamá, tengo apetito”, porque afirmar “tengo hambre” suena a desnutrición, hambruna, alerta de un pobre cuerpo que desfallecerá en breve si no se le administran los primeros auxilios. En fin, la niña tiene ganas de comer algo rico (de paso, rico es suntuoso, acomodado, acaudalado, aunque en este contexto signifique sabroso, divina coincidencia), pero su cuerpo está sano y, dado el caso, podría aguantar hasta la cena sin mayores consecuencias.


Explicamos, como herederos de tesoros inconexos, nuestros deseos y sentimientos utilizando un idioma que no nos pertenece, no son palabras nuestras. Un músico que crea una canción es libre de cambiarle las notas a su antojo y nadie va a decirle nada; al contrario, un músico que interpreta una canción ajena ¡cuidado! -¡Pilas!- con una modificación porque, depende de quién lo escuche, dirá que se equivocó o que le hizo un arreglo. Muy sutil y subjetivo el asunto. No puede una sociedad utilizar cómodamente un idioma ajeno. Tendemos a la mala ortografía, al uso incorrecto de las palabras (un vigilante de tienda me pidió permiso para visualizar mi bolso), a la inexacta colocación de los signos gramaticales (las casas generalmente “se venden”, así, entre comillas; no sé qué se hará realmente con la casa, debe ser un chiste interno). Tendemos también a los chistes de doble interpretación (pasó toda la tarde sembrando yuca) y a las inflexiones y muletillas que, generalmente, tienen perfecto sentido dentro de un grupo social reducido (va sié; ve qué molleja; sí, Luis; bicho, ¡Bicho!, biiiiicho; entre otras) pero para otros es una razón de levantamiento de ceja y risa nerviosa.


Explicamos, reitero, como Caicara, lo que realmente queremos con un tono y una cara más que con una palabra, utilizamos recursos de lo más primitivos y a la vez sutiles que escapan a cualquier texto escrito, por más habilidad que se tenga para la imitación del lenguaje coloquial, y eso me parece maravilloso. Lo considero un ejemplo de riqueza cultural de incalculable valor, porque pocas poblaciones pueden jactarse de una considerable diferencia entre un “Desgraciado” en un restaurante y un “dejgraciao” en el tráfico, o de poseer por lo menos cuatro acepciones distintas de la palabra “peo”.


En fin, como composición musical, nuestra jerga venezolana es mucho más colorida que su progenitora europea, y tiene todo el derecho de modificarse a su gusto.