Por D. Salazar
Vas caminando por una de las transversales de Los Palos Grandes y pasas al lado de una señora alta, gruesa, imponente, de cabello corto y grisáceo, con los ojos pudorosamente bajos y una cartera beige aferrada bajo el brazo. Calculas que tiene unos ochenta años, pero no es una abuelita temblorosa. Camina con paso firme y sin mirar a los lados. No puedes evitar fijar tu mirada en ella. Cuando pasa de largo su imagen sigue grabada en tu mente.
¿Por qué?
Algo en ella te hizo click, hizo que tu mente tomara una foto y la observara por unos segundos, unos minutos, horas e incluso más.
Otro día, vas caminando por una de las transversales de Los Palos Grandes y pasas al lado de esa señora. Es la segunda vez que la ves. Cuando pasa de largo te envalentonas, das la vuelta sobre los talones y la alcanzas. “Señora…” le dices, y ella se voltea. Descubres que los ojos que llevaba fijos en su camino son de un azul celeste despampanante. Ella, con voz gutural te responde, “sí, diga…”y tú, con sinceridad, le dices que te parece una persona fuera de lo común, y quisieras conocer su historia.
Te enterarías de que es alemana, lleva más de cuarenta años viviendo en Venezuela, que tiene un trabajo fijo desde hace veinte y que vive por los alrededores. Todos los días sale a caminar, no tiene mascotas y le gusta mantener siempre el orden.
Hasta ahora tenemos una historia, dentro de todo, común. Sigues sin saber qué fue lo que despertó tu interés.
Así que sigues preguntando.
Y te enterarías entonces de que vivió en carne propia una invasión Europea en plena segunda guerra mundial. Que fue expulsada de la tierra que habitaba por soldados de un país, para luego ser recibida por soldados de otro, cruzando una frontera. Que tuvo que vivir hacinada en un apartamento en Austria siendo muy pequeña, y que comía lo que los soldados robaban de las panaderías. Sabrías que pasó varias noches en campos de concentración, que vio morir a una anciana que intentó llevarse joyas a escondidas de los guardias, y éstos le cayeron a golpes.
Sabrías que se mudó a Venezuela siendo adulta, con un grado de técnico y suficiente experiencia creando prótesis dentales, y trabajó, y trabajó y trabajó hasta tener casa propia, vehículo, independencia y una casa en la playa llamada “Mi Lucha”, la cual remodeló y renombró como “Nirvana”.
Y te enterarías de todo esto por su propia voz, que marca las eses, las erres y las ves con precisión milimétrica.
Parece de cuento.
Ahora, vemos a la señora de ochenta años y firme caminar bajo una nueva luz, más parecida a la que hizo que nuestro cerebro captara su imagen en primer lugar. Ahora la vemos más clara, con ojos más familiares. No es una persona “común”. Ya conocemos su cuento.
Hay cosas que ves en tu caminar, rodar o volar por el mundo, que nunca te dejan. Aunque no le hubieses preguntado nada a la señora la ibas a recordar por un tiempo, y lo más probable es que cuando camines por ese sitio de nuevo su imagen vuelva a tu cabeza, sin importar que lleves seis años sin recordarla.
Las personas traen cuentos consigo, experiencias que las envuelven como un halo. A cada uno de nosotros le atraen personas distintas, por distintas razones que nadie puede realmente explicarse.
Ahora piensa que, después de hablar con ella y enterarte de todas estas cosas, sigues tu camino. En el trayecto piensas “¡qué loco…! Todo eso no puede ser verdad. Qué probabilidad tengo de detener a una persona equis en la calle y que su historia sea tan… extraña e interesante.” Pero, de manera instintiva sabes que todo es verdad, que una historia así no se inventa en el momento; y que si se la hubiese inventado se habría equivocado en algo, algo no cuadraría.
Pero todo cuadra. A menos que la señora sea una brillante y psicopática mente, todo tiene que ser verdad.
Y después de que se sabe todo esto, ¿qué pasa?
Pues lo escribes en un artículo y lo publicas.
Lo importante del asunto es que, no importa cuán rara o poco probable parezcan las historias contadas por un extraño, los cuentos siempre son verdad.
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