10 agosto, 2016

Opinión N° 7: El Miedo y Yo

Tuve una larga conversación, hace unos meses, con uno de mis hermanos. Está a punto de comenzar la universidad. Su rostro y sus gestos trajeron a mi memoria mi propia emocionada y ciega personita cuando, a los diecinueve años, me fui de la casa para conocer otros horizontes.

El punto culminante de la conversación entre mi hermano y yo fue una semilla de idea que quise plantar en su cerebro, y ojalá lo haya logrado. Le dije: tienes dos opciones, tienes fe en dios o tienes fe en ti mismo, pero debes tener fe en algo.

No sé a ciencia cierta si esa semilla germinó. Mi intención no era alejarlo del ateísmo ni convertirlo en un devoto espectador de milagros, sólo quería que aprendiera lo que es la fe. Hoy, meses después, me doy cuenta que tuve dos razones reales para hacerlo. La primera es la certeza de que, a lo largo de su vida, caerán noches lúgubres sobre su razonamiento, y no podrá ver luz al final del túnel –a todos nos pasa, ¿cierto? De lo contrario, no existirían los templos ni los sacerdotes ni los gurús ni los derviches ni la meditación. La segunda, más inconsciente, es que yo misma necesitaba conversar sobre la fe. No podía preguntarle a mi hermano ¿a quién le rezas tú?, porque me respondería que no cree en dios, y yo no sabría explicarle que eso no tiene nada que ver. No puedo preguntarle a mi madre a quién le reza, porque ella es Católica y yo llevo años trabajando en una profunda limpieza iconográfica mental, es decir, yo forjo mis propios ídolos. Algo me dice que, si le preguntara, su respuesta se parecería mucho a la mía.  

La fe tiene la propiedad de funcionar como una vela. 

Anoche sucedió algo muy particular. En la ciudad/pueblo donde vivo con mi pareja, mis muchos gatos, y mi bebé por nacer, hubo una ola de saqueos. Comenzó a las once de la noche del día anterior, se escuchaba revuelo mas no desorden. 

Luego, durante el día, pude observar algunas turbas corriendo hacia camiones cargados de huevos o de pollo, la policía y la guardia nacional rondaban las calles tratando de dispersar a los grupos violentos, seguí de cerca las noticias sobre galpones y panaderías asoladas por grandes grupos de gente, ya no personas sino masas ¿enardecidas? ¿enaltecidas? ¿azuzadas? ¿organizadas? Creo que no lo sabré jamás.

El hecho es que el día pasó lento y tenso por la ventana. Cada quien se había encerrado en su casa antes del anochecer. No se escuchó nada más en las noticias. A eso de las diez, mientras me preparaba una avena, tuve que bajar el volumen de la música porque escuchaba ruidos inconexos desde afuera. Voces, gritos, disparos bajando por las calles como un río. A pesar de haber estado entre paredes, con las puertas bajo llave, con las ventanas cerradas, las luces exteriores apagadas; a pesar de haber estado en un “sitio seguro” sentí un miedo nuevo, recién sacado del paquete.

Durante mis años de universidad participé en distintos eventos políticos, más por curiosidad que por afinidad, debo admitir –aún hoy no siento afinidad por ningún bando político, así como no la siento por ningún grupo religioso. Más de una vez estuve expuesta a un peligro más o menos controlado, compuesto por gas lacrimógeno, perdigones, gente desaforada en las calles, todo coronado por una falta de sentido de auto preservación. Descubrí que cuando los padres le dicen a uno “cuídate”, realmente lo piden, casi que lo imploran, porque saben que uno no está muy claro en lo que eso significa.

Anoche, sentada en una improvisada butaca dentro de mi cocina, esperando que cesaran los tiros, aprendí una o dos cosas sobre la auto preservación que mis años de correrías callejeras no pudieron nunca enseñarme: uno no teme por sí, sino por lo que ama. La fe, esa velita, no está, sino que se enciende cuando hace falta. La fe en mi misma, en ese momento, no iba a salvar ni a mi pareja ni a mi bebé en caso de que alguien quisiera, por el motivo que fuese, hacernos daño.

Tras mucho hablar, mucho moverme, mucho comer avena –sin azúcar- compulsivamente hasta que, una hora y pico después, cesaron los gritos, entendí por qué la primera lección que mi madre decidió darme fue el rezo. A la hora de la chiquita, como diría ella misma, es lo único que se puede hacer: rezar para que no pase nada malo.

Mi hermano no vive aquí, él no sabe lo que es ni un atraco ni un saqueo; él va a la universidad en un país con otros bemoles –todos los tienen. Sólo quisiera que, a la hora de la chiquita, elija siempre auto preservación y nunca el pánico.

¿A quién le rezo yo? Eso no es problema de nadie.

¿A quién le rezas tú? Es una pregunta irrelevante.


Anoche aprendí a encender velas por alguien distinto a mí. Me quedan algunos meses para terminar de comprender lo que eso significa. Por ahora entiendo que no es cobardía, como lo llamaba antes, sino sensatez.     

Otra cosa que descubrí anoche, y quizá no sea la última, es que, si no hubiese sentido miedo, hubiese salido a la calle a ver más de cerca. 

No sé qué extraer de eso.

1 comentario:

  1. Miedo-Fe-Creer-Valor, todo tiene sentido en el orden correcto. Excelente

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