Tuve una larga conversación, hace unos meses, con uno de mis
hermanos. Está a punto de comenzar la universidad. Su rostro y sus gestos
trajeron a mi memoria mi propia emocionada y ciega personita cuando, a los
diecinueve años, me fui de la casa para conocer otros horizontes.
El punto culminante de la conversación entre mi hermano y yo
fue una semilla de idea que quise plantar en su cerebro, y ojalá lo haya
logrado. Le dije: tienes dos opciones, tienes fe en dios o tienes fe en ti
mismo, pero debes tener fe en algo.
No sé a ciencia cierta si esa semilla germinó. Mi intención
no era alejarlo del ateísmo ni convertirlo en un devoto espectador de milagros,
sólo quería que aprendiera lo que es la fe. Hoy, meses después, me doy cuenta
que tuve dos razones reales para hacerlo. La primera es la certeza de que, a lo
largo de su vida, caerán noches lúgubres sobre su razonamiento, y no podrá ver
luz al final del túnel –a todos nos pasa, ¿cierto? De lo contrario, no
existirían los templos ni los sacerdotes ni los gurús ni los derviches ni la
meditación. La segunda, más inconsciente, es que yo misma necesitaba conversar
sobre la fe. No podía preguntarle a mi hermano ¿a quién le rezas tú?, porque me
respondería que no cree en dios, y yo no sabría explicarle que eso no tiene
nada que ver. No puedo preguntarle a mi madre a quién le reza, porque ella es
Católica y yo llevo años trabajando en una profunda limpieza iconográfica
mental, es decir, yo forjo mis propios ídolos. Algo me dice que, si le
preguntara, su respuesta se parecería mucho a la mía.
La fe tiene la propiedad de funcionar como una vela.
Anoche
sucedió algo muy particular. En la ciudad/pueblo donde vivo con mi pareja, mis
muchos gatos, y mi bebé por nacer, hubo una ola de saqueos. Comenzó a las once
de la noche del día anterior, se escuchaba revuelo mas no desorden.
Luego,
durante el día, pude observar algunas turbas corriendo hacia camiones cargados
de huevos o de pollo, la policía y la guardia nacional rondaban las calles
tratando de dispersar a los grupos violentos, seguí de cerca las noticias sobre
galpones y panaderías asoladas por grandes grupos de gente, ya no personas sino
masas ¿enardecidas? ¿enaltecidas? ¿azuzadas? ¿organizadas? Creo que no lo sabré
jamás.
El hecho es que el día pasó lento y tenso por la ventana.
Cada quien se había encerrado en su casa antes del anochecer. No se escuchó
nada más en las noticias. A eso de las diez, mientras me preparaba una avena,
tuve que bajar el volumen de la música porque escuchaba ruidos inconexos desde
afuera. Voces, gritos, disparos bajando por las calles como un río. A pesar de
haber estado entre paredes, con las puertas bajo llave, con las ventanas
cerradas, las luces exteriores apagadas; a pesar de haber estado en un “sitio
seguro” sentí un miedo nuevo, recién sacado del paquete.
Durante mis años de universidad participé en distintos
eventos políticos, más por curiosidad que por afinidad, debo admitir –aún hoy
no siento afinidad por ningún bando
político, así como no la siento por ningún grupo religioso. Más de una vez
estuve expuesta a un peligro más o menos controlado, compuesto por gas
lacrimógeno, perdigones, gente desaforada en las calles, todo coronado por una
falta de sentido de auto preservación. Descubrí que cuando los padres le dicen
a uno “cuídate”, realmente lo piden, casi que lo imploran, porque saben que uno
no está muy claro en lo que eso significa.
Anoche, sentada en una improvisada butaca dentro de mi
cocina, esperando que cesaran los tiros, aprendí una o dos cosas sobre la auto
preservación que mis años de correrías callejeras no pudieron nunca enseñarme:
uno no teme por sí, sino por lo que ama. La fe, esa velita, no está, sino que
se enciende cuando hace falta. La fe en mi misma, en ese momento, no iba a
salvar ni a mi pareja ni a mi bebé en caso de que alguien quisiera, por el
motivo que fuese, hacernos daño.
Tras mucho hablar, mucho moverme, mucho comer avena –sin azúcar-
compulsivamente hasta que, una hora y pico después, cesaron los gritos, entendí
por qué la primera lección que mi madre decidió darme fue el rezo. A la hora de
la chiquita, como diría ella misma, es lo único que se puede hacer: rezar para
que no pase nada malo.
Mi hermano no vive aquí, él no sabe lo que es ni un atraco
ni un saqueo; él va a la universidad en un país con otros bemoles –todos los
tienen. Sólo quisiera que, a la hora de la chiquita, elija siempre auto preservación
y nunca el pánico.
¿A quién le rezo yo? Eso no es problema de nadie.
¿A quién le rezas tú? Es una pregunta irrelevante.
Anoche aprendí a encender velas por alguien distinto a mí.
Me quedan algunos meses para terminar de comprender lo que eso significa. Por ahora entiendo que no es cobardía, como lo llamaba antes, sino sensatez.
Otra cosa que descubrí anoche, y quizá no sea la última, es que, si no hubiese sentido miedo, hubiese salido a la calle a ver más de cerca.
No sé qué extraer de eso.
Miedo-Fe-Creer-Valor, todo tiene sentido en el orden correcto. Excelente
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