Tengo muchos buenos recuerdos de los apagones durante mi niñez. Me fascinaban, primero, porque no es todos los días que te ves obligada a vivir a la antigua, sin luz, sin televisor, sin música -salvo que te de por cantar; segundo, porque luego del fuerte ruido que señalaba la explosión de un viejo transformador callejero, indefectiblemente la totalidad de la familia se reuniría en la sala con un par de velas y la veintiúnica linterna tamaño jumbo que había en la casa. Estas reuniones sólo se daban al montar la Navidad, hacer las hallacas y durante los apagones.
La tercera y mejor razón por la que me fascinaban -y aún me fascinan- los apagones es la siguiente: durante un tiempo indeterminado, la vista descansaría de sus múltiples obligaciones y sólo se ejercitaría el oído o la lengua.
Al comenzar el apagón, justo después de la explosión, nos sentaríamos mi mamá, mi abuela y mi tía en la sala de la casa; mi tía y yo en la alfombra. Generalmente ella traería un juego de ludo, dispondría el tablero en el suelo, y se pondría a jugar conmigo hasta que volviera la luz, o alguna de las dos ganara. Mamá estaría sentada en la mecedora, pensando en su musaraña preferida, y mi abuela en su sillón blanco desde donde su mirada podía gobernar tanto el patio como la terraza como la puerta que daba al garaje.
Algunos minutos pasarían en silencio, hasta que mi abuela emitiera el primer suspiro de hastío. Luego comenzaría una conversación sobre algún tema sin importancia, el calor, los quehaceres del día siguiente, cualquier cosa. De la cotidianeidad se pasaría al chismorreo, y de ahí se saltaría al pasado.
Aquí se ponía buena la cosa, y yo con mis cortos años comenzaba a parar la oreja.
Las conversaciones como esta tenían dos vertientes: bien podían decantarse por el lado familiar, se hablaba de primos, tíos, abuelos que para mí eran como criaturas de leyenda que hicieron grandes cosas, o vivieron dulces vidas y ahora conforman una especie de concejo familiar en el cielo, dedicado a velar por nuestra protección; o bien, podían decantarse por los cuentos de aparecidos, mis favoritos de todos los tiempos. Si el apagón era muy largo, generalmente se cubrían ambos temas, uniéndose en vértices impensados.
Por ejemplo, en cierta ocasión, estando en medio de una partida de cartas, comencé a prestar atención a la conversación de las adultas al escuchar la palabra entierro.
"El cuento lo echo yo porque tú no te lo sabes" había dicho mi abuela a mi tía. "Eso pasó antes que vos nacieras, en casa de mi abuelita, imaginate. Era una cuadra grande por la calle Comercio. La casa de mi abuelita era toda la cuadra. Ahí vivía ella con el hijo, después él se casó y se llevó a la esposa a vivir para allá. Hermano de mi mamá, por cierto. Pero como que en la casa no la querían...
"Mi abuelita dormía en el comedor, porque en el cuarto della hacía mucho calor. Ella se guindaba su chinchorro y se acostaba, y nos contaba que un día empezó a ver una luz roja que entraba desde la calle Comercio, pasaba por la sala y se iba al pasillo.
"Bueno, eso empezó a ser todas las noches". A todas estas, mi mamá, mi tía y yo en sepulcral silencio. "Pasaba la luz y se iba al pasillo. La casa vieja tenía un pasillo laaaargo que cruzaba después de los cuartos de la gente y luego seguía hasta terminar en un baño, el único baño de la casa, pues. Cuenta mi abuelita que ella le avisó a la esposa del hijo, pero no le creyó. La trató de vieja loca y demás..." Aquí hacía una pausa para resaltar la tontería de la mujer. "Bueno. Total que mi abuelita siguió viendo la luz, siempre entraba como a media noche, aunque lloviera. Una vez la siguió y la vio pasar de largo por los cuartos y desaparecer en la esquina. No quiso seguir más lejos.
"Y así siguió hasta que una noche, después de ver la luz roja que se iba al pasillo de la casa, se quedó dormida. La despertó un grito: ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAA!!!" gritó mi abuela. "Ella se paró con aquel susto. Fue hasta el pasillo y caminó hasta el baño.Ahí estaba el tío mío, el hijo de ella pues, agarrando a la esposa que estaba hecha una furia, tirada en el piso, toda desgreñada gritando ¡¡¡AAAAAAAAAAA!!!
"Después, cuando se calmó la muchacha, que pudo hablar bien, contó que había visto a un aparecido en el baño. Que era un hombre alto, eso es todo lo que podía decir. Ahora, el tío mío llamó al otro hermano y a un primo para que fueran a dormir a la casa esa noche. La muchacha se fue a que su mamá, de la impresión que le había dado. Mi abuelita estaba en su chinchorro en la noche, y los muchachos acostados en el sofá y en el piso.
"A eso de las doce, recuerdo que estaba lloviendo, era agosto, aparece la luz roja por la puerta de la calle. Los muchachos se hacen los dormidos pero ninguno ha pegado el ojo. Mi abuelita lo está viendo todo desde el comedor. La luz pasa de largo y se va hasta el pasillo. Ahí se levantan los hombres, todos cargan palos en la mano. Siguen a la luz. Mi abuela va tras ellos, ve que pasan los cuartos y cruzan la esquina. Se oye la puerta del baño que se abre y después ¡RA! una luz roja que iluminó todo. Se fue disminuyendo hasta convertirse en un tizoncito nada más, y quedó en el piso del baño.
"El tío mío le pide a la abuela una pala. Ella les dice donde está y uno de los muchachos la traen. A la hora lograron abrir un hueco en el piso del baño, y lo que consiguieron ahí fue un entierro". Se hizo un silencio para el suspenso. "Sí, señor. Un entierro de una caja de madera con morocotas. A lo que el tío mío la vio lanzó una insolencia... Y el hueco se llenó de agua. No importa cuánto achicaron, no hubo manera de vaciarlo. Al final se cansaron, y se fueron a dormir. La abuelita mía, que era más valiente, aprovechó cuando los muchachos se fueron y metió la mano en el hueco, pero no sintió la caja. A la mañana siguiente, no había agua, el hueco estaba vacío, ni señas de las morocotas.
"Al final, no se vio más la luz roja. La esposa de mi tío volvió pero no duraron mucho. Como que se fue con otro, qué se yo."
Luego seguían los discursos moralistas, pero mi mente ya no estaba en la sala, sino en distantes galeones piratas que, sin duda, habían sido los antepasados que custodiaban el entierro que narraba mi abuela.
Este es uno de los muchos cuentos que hicieron mi infancia, casi todos aprendidos cuando la electricidad fallaba y la familia se reunía, casi todos aún grabados en mi memoria.
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