D. Salazar
Estás trabajando con niños. Todos son más o menos iguales, unas personitas lindas, cómicas y bulliciosas. Algunos llaman más tu atención que otros, entre ellos una niña de unos cinco años, de pelo oscuro y ojos azules, delgada y de altura promedio. Le ofreces un dulce y ella te da las gracias con mirada huidiza, notas que su mirada es triste, no es propia de un niño común.
Cuando llega la hora de que busquen a los niños, te fijas en la cara de los adultos por seguridad. La mayoría de ellos son señoras en ropa de hacer diligencias, hay dos señoras de servicio y algunos padres con traje de oficina.
Notas que a la niña de los ojos tristones la va a buscar su papá, que es un hombre joven y bien parecido. Se despide de tu compañera de trabajo con cordialidad y se lleva a su hija cargada sobre el brazo izquierdo.
Tu compañera de trabajo te dice en voz baja que esa niña le da mucha lástima. Que le pasó algo horrible. Una mañana el papá la despertó para ir al colegio y se fue a trabajar. Ella se quedó esperando a que su mamá fuera al cuarto a vestirla y luego le diera el desayuno. Pero la mamá se estaba tardando mucho, así que la fue a buscar al cuarto, donde la encontró acostada aún. La niña intentó despertarla pero no pudo, así que se quedó acostada a su lado esperando que despertara. Cuando el papá volvió del trabajo por la tarde, la niña seguía ahí. La mamá había muerto por un accidente cerebro vascular.
Lo primero que piensas es “no necesitaba saber esto”.
¿Y qué haces con eso?
Pues lo escribes a ver si le das sentido, o por lo menos te lo sacas del sistema.
La tragedia humana, aunque la veamos todos los días en la televisión, no la conseguimos muy seguido en nuestro rodar, caminar o volar por la vida. No sabemos lo agradecidos que estamos de no ser parte de ella hasta que nos la tropezamos. El hecho de que sea una niña el personaje principal de este cuento lo hace terriblemente peor.
Si hubieras visto esta historia en una película, o la hubieses leído en el periódico, te habrías curado en salud detrás del velo de la ficción. La realidad nunca es tan fea como la ficción, piensas. Pero eso no es necesariamente cierto.
La delgada línea que separa la ficción de la realidad es la cercanía. Mientras más de cerca te toca un evento, mientras su fuente sea más fidedigna, estás más o menos convencido de su veracidad. Tocar la mano de un mendigo sucio y enfermo de la piel es diez mil veces más intenso que ver al mismo mendigo a diez metros de distancia. Pasar caminando al lado de un perro muerto es diez mil veces más intenso que pasarlo manejando por la autopista. Darle un caramelo a una niña que durmió junto al cadáver de su madre es un millón de veces más profundo que leer lo mismo en un libro. Eso, o somos unos alienados que sienten más empatía hacia lo que ve en la televisión que por lo que sucede en su entorno día a día; es decir, mientras más lejos más me importa.
Luego piensas “qué loco que me haya enterado de esto de esta manera”.
Las probabilidades de que te encuentres con una tragedia de primera mano, tan de cerca, son muy pocas. Sin embargo, te tocó, en todos los sentidos. De manera fortuita conociste a la niña, de manera involuntaria te enteraste de su historia. Y sientes que estabas mejor no conociéndola.
Sería incluso macabro pensar que este puede ser un cuento inventado. Su compañera de trabajo tendría que ser muy retorcida para inventarse algo tan doloroso. El padre de la niña tampoco podría haberse inventado una historia tan ruinosa y convertirla en rumor; ¿para qué? ¿Para parecer interesante? ¿Para encubrir una historia peor? Demasiado loco y demasiado desesperado.
Si el padre fuese un loco y un desesperado, piensas, su hija también tendría los ojos tristes, pero sería distinto.
Las emociones humanas siempre consiguen una forma de expresarse. Algunas personas se pintan el cabello rojo chupeta, otros se tatúan, otros se visten de manera particular, otros se compran un carro azul. Pero, cuando el ser humano aún no tiene las herramientas para expresarse, cuando está muy joven, las emociones se traslucen, inevitablemente, por la piel, con matices demasiado sutiles para expresarlos. Las emociones se expresan con extrema pureza. Los niños, generalmente, no saben mentir, a menos que lo hagan involuntariamente.
O sea que la niña de ojos tristes, con sus cinco años, ya tiene un cuento que contar. Aunque dé lástima que sea tan triste, los cuentos siempre son verdad.
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