No vengo a hablar sobre la dificultad de conseguir pañales ni a arengar sobre la escasez de leche. Me interesa comentar los efectos de ese sexto sentido, esas antenitas que se nos desarrollan a las mujeres cuando quedamos embarazadas, esa sensibilidad de espíritu, mente y materia que nos hace conocer lo incognoscible y presentir hasta lo más velado de la consciencia ajena.
(Y, antes de que lo pregunten; no, no estoy hablando de los ataques de celos aleatorios que inevitablemente cobrarán algunas victimas).
Consideremos a una Venezolana de a pie. Asumamos que es el día de su cédula para la compra de productos regulados; asumamos también que tiene algunos contactos estratégicos para no perder -o perder menos- tiempo. Ella sale ese día antes que amanezca, aprovechando que el fresquito de la madrugada y la soledad de las calles le hacen bien al ánimo, se consigue con sus primas en la esquina y agarra el bus vacío. Se quedan las tres en el hipermercado, ella feliz comentando la barriga y sus efectos, todas despliegan sus sillitas de aluminio y charlan hasta darle la bienvenida al sol. Correrán tres pacíficas horas de parloteo y fraternales enlaces; luego el sol comenzará a apretar, aunque ellas cargan parasoles el calor aumenta, al caldearse la calle se caldea la cola y, en algún momento previo al mediodía, revienta el primer disgusto. Si la cava no ha llegado, si no hay señales de que llegue, si amenaza el día con que la carga no llegue nunca, el disgusto pica y se extiende. Ella lo asume, tranquila porque está acompañada y porque sabe que con embarazadas nadie se mete, pero sí presiente con claridad que, si no abren la puerta pronto, si no hay señales aunque sea leves de abastecimiento del local, el disgusto se va a convertir en otra cosa, y hay otra gente que realmente no respeta nada.
Asumamos que, con el sol en lo más alto del cielo, llega la cava sin contratiempos y abastece el local. Ella, que está entre los cien primeros, entra sin empujones, consigue un paquete de pañales, una harina y un champú -asumamos que es un buen día. Se retira con sus primas y se toma una tizana. Sube en un autobús atiborrado de seres humanos a quienes tratan como cerdos camino al matadero (excepto que a los cerdos no les cobran), va de pie, el conductor va elevado en otras instancias del espíritu, o en otras instancias de la mente -o sea, en el camino no está su atención, sólo la necesaria para no chocar de frente contra algún objeto inanimado. La música va alta, el sudor gotea que gotea, brazo contra brazo, camisetas empapadas, vaporones de alientos con hambre, y ella que todo lo ve y lo escucha aunque nadie le diga nada, ella que sabe el cansancio que traen todos porque se parece al suyo, ella que conoce el azoramiento del conductor y no le transmite ningún buen sentimiento, ella que sabe, porque lo ha visto, que así se muere la gente, por altas velocidades y malos temperamentos, ella que sabe que, en el peor de los casos, perdería una vida que le importa más -seamos sinceros- que la de cualquier otra persona en ese autobús. Respira para desacelerar el corazón, que no ha comido y una tizana poco espacio ocupa en el estómago. Por lo menos sabe que, si se desmaya, no caerá al piso, no hay suficiente espacio. Las bolsas pesan, las primas la ayudan, pero igual anda ensimismada, como ánima en pena buscando su tumba a las tres de la tarde, siente clarito las ondas de calor que emana el pavimento, la acarician como lenguas de fuego. Al llegar -al fin- a la casa se consigue con su marido echado viendo televisión y tomando una cerveza, fresco, despreocupado, desconectado.
¿Se imaginan el desenlace?
Y después dicen que son los cachos la primera causa de divorcio en el país.
pasamos al siguiente...
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